Hubo una vez una mujer, hace muchos años que, como diría después Elena Poniatowska, tenía el mar en los ojos, el agua salada se movía entre sus dos cuencas y adquiría la placidez del lago o se encrespaba, furiosa tormenta verde; pero eso fue antes, porque cuando la conocí mi madre y las de mis compañeros del kínder la llamaban cabecita de muñeca. Sus enormes ojos verdes brillaban como luciérnagas en la oscuridad y aunque para entonces se había convertido en una anciana andrajosa, nuestros padres aseguraban que había sido bellísima y su carita de muñeca, a pesar de la decrepitud y el excesivo maquillaje, daba cuenta de ello. Estaba loca y nos daba miedo a los infantes. Vivía al costado de la escuela, acompañada por 10, 15 o más gatos.
Más tarde supe que se llamaba Carmen, que su familia había sido adinerada y fueron dueños de un rancho donde ella, siendo apenas una jovencita, montaba desnuda a caballo. Su padre fue un traidor a la patria, diría mi abuelo. Se llamaba Manuel Mondragón, inventó diversas armas, entre ellas el primer rifle semiautomático del mundo, mismo que seguiría utilizándose durante la Segunda Guerra Mundial y cuya patente no quiso vender a Francia, por un supuesto sentido patriótico. Gran amigo de Madero lo traicionó, pues participó en el levantamiento de la Decena Trágica, se cree que al lado del chacal Victoriano Huerta participó en los asesinatos de Madero y Pino Suárez. Ella se educó en Europa, donde desarrolló sus dos pasiones: la pintura y la literatura. Casó con el pintor Manuel Rodríguez Lozano quien le presentó a Picasso, a Matisse y a Jean Cassou; más tarde posaría para Diego Rivera y, desnuda, para Edward Weston, el amante y maestro de fotografía de la bellísima Tina Modotti, quien fuera descrita por el poeta estridentista, Manuel Maples Arce, como una hermosísima mujer con ojos de estival encendido, labios carnosos, pechos ubérrimos y piernas… sumamente discretas.
Carmen, harta de su esposo, lo acusa de ser homosexual y lo deja, se dedica a escribir y a pintar; disfruta a plenitud de los placeres del cuerpo, se sabe libre y se rebela contra las normas impuestas por una sociedad hipócrita y ramplona, se hace amante de Gerardo Murillo, aquél a quien el célebre Leopoldo Lugones bautizara con el nombre de Doctor Atl, excelente pintor y vulcanólogo, Atl, a su vez, bautiza a Carmen con el nombre de Nahui Ollín, el cuarto movimiento, que simbolizaba para los aztecas el quinto sol o la destrucción de la tierra. Pronto su relación se hace famosa por las escandalosas escenas de celos que le hace ella y por las desenfrenadas relaciones sexuales que sostienen a menudo frente a los vecinos del ex convento de la Merced, donde viven, hasta que una noche Atl despierta con Nahui Ollín al lado y una pistola apuntando a su cabeza, mientras sufre lo que será la última escena de celos, porque Atl comprende que sus relaciones se han vuelto peligrosas y la abandona.
Nahui ollín cumple 40 años, conoce a Eugenio Agacino, capitán de un barco, se enamoran y cuentan que se convierten en la pareja ideal, Carmen disfruta por fin de una paz efímera porque Agacino, el amor de su vida, muere en un naufragio, ella se encierra en sí misma para llorar esa muerte de la que jamás podrá recuperarse. Su belleza se marchita, sigue pintando y escribiendo, pero se va quedando sola, muy sola, habrán de transcurrir más de 40 años, todavía, para que termine su tránsito humano; en el ínter, su salud mental se deteriora y aunque tiene una beca que le otorga Bellas Artes y una plaza de maestra de primaria, se le ve deambular, andrajosa, por los rumbos de la Alameda Central y San Juan de Letrán rodeada de gatos callejeros; para ganarse la vida vende fotografías de cuando era joven, donde aparece desnuda. Nadie puede imaginar, al verla, que está frente a una de nuestras mujeres más hermosas, de los años veintes.
Esa es la turbulenta historia de Carmen Mondragón a quien mi madre y las de mis condiscípulos del jardín de niños llamaron “cabecita de muñeca”. Hoy deploro no haber tenido la edad suficiente para haberla valorado en vida, le habría manifestado la admiración y el aprecio que le tengo desde que supe quién era, porque en una época en la que prevalecía el más terrible machismo, cuando las mujeres eran consideradas menores de edad, sin capacidad para realizar actos jurídicos por sí mismas, ella, junto con Tina Modotti, Antonieta Rivas Mercado, Frida Kahlo, Nellie Campobello y otras, se convirtieron en verdaderos adalides de esa lucha que desde hace mucho tiempo libran las mujeres para dejar de ser un objeto y gozar de los mismos derechos que los hombres.
Y para despedir estas líneas nada mejor que repetir algo que Ollín le escribió a su madre cuando era una niña precoz de sólo 10 años: “No he vencido con libertad la vida, teniendo derecho a gustar de los placeres, estando destinada a ser vendida como los esclavos, a un marido”.
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