Miró la ingente distancia que lo separaba de la meta: cien metros. El hectómetro, dirían los conocedores, aquél que haría famosos a hombres como Carl Lewis, “el hijo del viento”, por devorarlo en menos de diez segundos. Cien metros, el recorrido que marcaba la diferencia entre la gloria y el fracaso; seguir vivo o estar muerto. Aflojó su cuello, relajó los brazos y apretó las mandíbulas. Recordó, inevitablemente, sus grandes hazañas en el maratón: las tres horas con treinta, con cuarenta o con cincuenta minutos que empleaba para recorrer cuarenta y dos kilómetros; la vuelta olímpica al estadio, entre los vítores del público y la admiración de los amigos que magnificaban el esfuerzo realizado a lo largo de la ruta. Aspiró profundamente, soltó el aire de un golpe. Echó a andar el cronómetro y se puso en movimiento. Cien metros, noventa, ochenta metros… Sintió como si fuera una descarga eléctrica, el dolor clavado en las caderas. Aflojó el ritmo para que no le faltara fuerza al momento del cierre. Miro -al final del pasillo- a la gente que aguardaba. Cincuenta metros: aceptó feliz las palmadas cariñosas que recibía en los hombros y en la espalda. Treinta metros: rechazó la ayuda que gente amistosa pretendía darle. Veinte metros: sus pulmones a punto de estallar hacían que la respiración se volviera, más que difícil, dolorosa; la sangre golpeaba con fuerza sus sienes; las manos crispadas sobre el tubo de metal; las piernas doloridas parecían negarse a obedecer la férrea determinación de la mente. Diez metros: rechazó enérgico la asistencia que pretendía darle una enfermera y se negó a utilizar la silla de ruedas que le ofrecía. Cinco, cuatro, tres metros… Las piernas parecían volar, las manos vigorosas se aferraban al metal, tratando de dar mayor impulso a cada zancada y una orgullosa sonrisa se imponía sobre ese rictus de dolor que hasta hacía unos metros le aquejaba. ¡La meta! ¡Por fin cruzó la meta! Paró el cronómetro. Ansioso revisó su tiempo: treinta segundos menos que el mes pasado. Sacó de sus bolsillos un pañuelo, limpió el sudor que escurría por la frente. Secó sus humedecidos ojos. Se unió a la fila, entre los gestos de cansancio de la gente. Esperó paciente su turno. Llegó por fin hasta la ventanilla, vio el gesto hosco de la empleada, soltó brevemente la andadera -que lo sostenía- para identificarse. Firmó los documentos. Escuchó los impacientes gritos de los que venían detrás y la voz ruda de la empleada que lo conminaba a retirarse. Sonrió sin inmutarse y contempló el cheque de su pensión, como si se tratara de una medalla olímpica…
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