Qué tiempos aquellos, señor don Simón, cuando el dólar costaba $12.50 y no le habían quitado los tres infamantes ceros a nuestra moneda. Qué tiempos cuando Rodolfo Gómez se impuso, en difícil recorrido, a tirios y troyanos, y ganó el maratón de Atenas. Cuando Nueva York rendía homenaje a México gracias a las piernas y al coraje de Germán Silva, de Andrés Espinosa, Salvador García, Benjamín Paredes, Isidro Rico y más tarde de Adriana Fernández. Qué tiempos los de Dionisio Cerón, campeón del mundo, de Londres y Japón. Qué tiempos cuando podíamos desempeñar los oficios con esmero, porque hoy trabajo es una palabra grave, gravísima y nómina una esdrújula que sólo encontramos en los diccionarios; cuando el pan y la leche se consumían en nuestras mesas y no eran artículos suntuarios, como ahora, que sólo los conocen -millones de mexicanos- a través de los anuncios espectaculares. Qué tiempos los de las medallas olímpicas de Ernesto Canto y el inolvidable doblete de Raúl González, las de Carlos Mercenario, Bernardo Segura, Bautista y Pedraza en los 20 ó 50 kilómetros de caminata.
Qué fue de los Kepka, de los Barrio, los Pitayo, Hausleber, los Aroche, los Vera, Colín y los Bermúdez. Qué de los veneros de petróleo que escrituró a tu nombre el diablo, qué de aquellos trenes que iban por las vías de tu territorio como aguinaldos de jugueterías. Qué del águila brava de tu escudo que se divertía jugando a los volados con la vida y a veces con la muerte, si ahora no tenemos ni una moneda que retintinee en los bolsillos.
Qué fue, qué será de ti, suave patria, qué será de tus hijos, que a pesar de lo sufrido seguimos soñándote libre y soberana, porque podremos perderlo todo, menos la esperanza; porque miríadas de mujeres y de hombres, de jóvenes y de viejos nos disponemos a volver a los establos y a las milpas, a retomar la yunta y el arado, a poblar los talleres y las fábricas con aprendices y oficiales; porque las pistas de tus estadios se llenan ya con una entusiasta multitud que se dispone a competir con los pies alados del tameme, el resonante fuelle de los pulmones del rarámuri, y el corazón enfurecido de la raza de bronce, que dijera Vasconcelos. Porque no te nos puedes morir, ni escaparte como agua entre los dedos; tú, espejo humeante, árbol calcinado por un rayo, escudo roto, chinampa que emerge entre la niebla del amanecer -en medio de un lago-, piedras dispersas de templo o de pirámide, querido México, vendido, negado, traicionado y rescatado mil veces por tus propios hijos...
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