Quizás uno de los grandes dilemas que enfrentan las personas que trabajan sea elegir el momento oportuno para su retiro: distinguir cuando se prenden las alarmas en el cuerpo o la mente y marcan el recomendado cuando no el obligado fin de nuestra vida laboral, con las repercusiones económicas, sociales y psicológicas que suele acarrear. La siguiente historia habla de ello:
Preguntó la fecha. Principios de mes, contestó una voz impersonal, a través de la puerta del baño. Entonces ya está, dijo en tono que de tan bajo pareció un susurro. Seguramente estará hecho el depósito, mientras repasaba en su mente el protocolo que habría de seguir para retirar el dinero del cajero automático. Tuvo que reconocerlo, era menos de lo que había recibido siempre, pero valía la pena. Cosa de acostumbrarse a suprimir algunos lujos que formaban parte importante de su vida. Eso sí, ni que hablar de ahorros en la compra de libros o discos. Podía adquirir dos libros cada semana, que a duras penas le duraban los siete días; y dos discos al mes. Las obras completas de Mahler, Wagner, Sostakovic y Sibelius eran parte de sus más preciados tesoros. Tuvo que cambiar el auto de lujo por uno austero, pero eso sí con un excelente equipo de sonido. Además, había dejado de gastar en onerosos trajes, corbatas y zapatos. La ropa deportiva le iba bien y no era cosa de empezar a quejarse.
¿Qué estaría ocurriendo en la oficina, ya sin su presencia? ¿Lo habrían olvidado apenas se cerró la puerta tras de él? Se preguntaba por qué tendría que importarle eso ahora, pero a menudo se sorprendía haciendo conjeturas y planteándose hipótesis. ¿Quién prepararía la información del consejo, la de los accionistas y los reportes para la bolsa si era él, dicho por los consejeros, quien mejor redactaba y entendía los intríngulis tenebrosos de las finanzas? Cuarenta largos años había esperado ese momento. Por su mente pasó su vida como un sueño. Se vio otra vez: joven prometedor convertido de pronto en talentoso ejecutivo en desarrollo, luego funcionario medio y por fin miembro del staff directivo de varias empresas, a la espera de la oportunidad que lo proyectara al puesto de más alta responsabilidad, que a pesar de sus esfuerzos nunca llegó, siempre por buenas razones: al principio era muy joven -siempre hubo alguien con mayor experiencia y merecimientos-; después, porque era demasiado viejo. Cuando vino a darse cuenta, había dejado de ser miembro de una familia que funcionaba mal, desde hacía mucho tiempo, por culpa de él y de sus horarios que se extendían más allá de lo comprensible y razonable. Siempre en el centro de la polémica, amado por unos y odiado por otros, por muchos otros que en ocasiones se unieron para obstaculizar su desarrollo. Jefes que lo quisieron pero no pudieron ayudarlo, jefes que pudieron pero no quisieron apoyarlo. Jefes que esperaban de él una lisonja que nunca pronunciaron sus labios, más que otra cosa por pudor y por vergüenza.
Cuántos enemigos hizo a lo largo de su carrera. Eres fácil de querer, de caerle bien a la gente, le dijo una vez su secretaria, pero eres más fácil de odiar, de aborrecer, de temer, tal vez por eso no te han dado ni te darán nunca la gran oportunidad. Cuántas veces tuvo que encerrarse en su privado para lamentar los éxitos de sus competidores, cuando no a tener que cambiarse de trabajo para hacer nuevos enemigos y alimentar pronto nuevos rencores que lo llevaban a buscar otros más nuevos trabajos y renovados detractores. Suspirando siempre por la gran oportunidad o por tener al menos el valor de mandar todo al carajo. Si no fuera por su condición clase mediera y porque amaba sus lujos de pequeño burgués, habría abandonado todo. Por eso cuando llegó el momento del retiro dijo adiós y se negó a aceptar la renovada promesa de ser considerado en la siguiente promoción. Ni siquiera el ofrecimiento de un jugoso aumento fue capaz de tentarlo. Ahora era dueño de su vida, le pertenecían el sol, el viento, el canto de los pájaros; su tiempo de lectura y de meditación, había dejado de ser esclavo del sistema, del poder y del dinero. Era tanta su excitación que no pudo reprimir una carcajada y una flema inoportuna estuvo a punto de acabar con tanta dicha. Pidió un riñón a señas, para escupirla, se incorporó y aunque la posición le clavaba el catéter que lo mantenía atado a la cama, desafió el dolor con el único fin de contemplar la fuente de cantera y el jardín que rodeaba su cuarto de hospital. La dicha plena, pues, la libertad ganada a pulso.
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